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¿Se puede rescatar el servicio civil?

Empiezo con una anécdota personal. Hacia finales de los setenta del siglo pasado yo era estudiante de derecho. Un día regresé al bufete de mi padre y, al verme entrar, desde su escritorio me hizo ademán de entrar a su despacho. Ahí conversaba con un jurista argentino contratado por el BID para un proyecto en materia de servicio civil con la administración pública de Guatemala. Yo comenté algo así como que “seguramente hacía falta una revisión a fondo de la burocracia guatemalteca” y, para mi sorpresa, él respondió que no. Que las administraciones públicas de este país eran de las mejores de Latinoamérica, compactas, profesionales y serias. Alrededor de unas dos décadas más tarde, al participar de la junta directiva del Foro Latinoamericano de la International Bar Association, a partir de las reflexiones y experiencias que entre todos intercambiábamos, las palabras de aquel experto todavía resonaban en mi recuerdo pues, comparativamente, las cosas parecían bastante más complicadas en otras jurisdicciones de Iberoamérica.

Empero, viajando en el tiempo a nuestros días, mi impresión es que ya no hay diferencias favorables a las administraciones públicas de Guatemala, sino que, lamentablemente, al revés. Con esto no quiero decir, ni mucho menos, que no haya algunos funcionarios de carrera competentes y honestos. He tenido oportunidad de trabajar con algunos de ellos; pero, desafortunadamente, son la excepción.

Los incentivos por conquistar y conservar el poder político han sido tan fuertes que, a pesar de que la Constitución dice categóricamente que “Las relaciones del Estado y sus entidades descentralizadas o autónomas con sus trabajadores se rigen por la Ley de Servicio Civil…”, políticos y dirigentes sindicales han hecho una verdadera piñata de los presupuestos del Estado. Esa regla contempla una excepción, a saber: los trabajadores que por “ley” o “por costumbre” (no por “pacto colectivo”) reciban mayores prestaciones que las de la Ley de Servicio Civil (LSC).

En la Constitución también se prohíbe a los sindicatos participar en actividades político-partidistas y a los trabajadores (no a los sindicatos) se les reconoce el derecho de huelga, que puede ejercitarse únicamente en la forma que preceptúe la ley de la materia (que no es el Código de Trabajo, pues este rige las relaciones entre patronos privados y sus trabajadores).

El panorama actual es desolador (menos para los dirigentes sindicales). Prácticamente nada ocurre de acuerdo con la LSC. A las filas de las administraciones públicas no se ingresa por concursos públicos por oposición, sino por enchufes con algún sindicato, pagando, según se dice, sumas significativas de dinero. Las promociones y ascensos, tampoco se rigen por la LSC ni se gestionan ante la Oficina Nacional del Servicio CIVIL (ONSEC) y los funcionarios que hacen cabeza en unidades, direcciones generales, ministerios, etc., se ven obligados a reinstalar a quienes remueven de sus cargos por jueces de trabajo (violando, también en esto, la Constitución). En ese ambiente la carrera de funcionario público ya casi no existe y los paliativos, como los “renglones 029”, etcétera, más bien se constituyen en el reconocimiento de la derrota.

Tengo para mí que, en las más importantes escuelas de gobierno del mundo, ya no se insiste en colocar a las administraciones públicas en la “misión imposible” de administrar un órganos o entidades estatales “de naturaleza empresarial”. Pero eso no significa, ni mucho menos, que se haya renunciado a que, las muchas cosas que sí son de la competencia de los órganos estatales, las gestionen eficientemente. El éxito de todo gobierno depende de eso. ¿Hay salida de esta situación? ¿Se conseguirá algún día que vuelva a haber administraciones públicas apartidistas, profesionales y de carrera? Eso depende de que la Constitución se interprete y aplique rectamente.

Eduardo Mayora Alvarado

Ciudad de Guatemala, 13 de marzo de 2024.

 

Publicado enArtículos de PrensaEstado

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