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La periferia de la libre competencia.

Aproximadamente en las décadas de los cincuenta a los setenta del siglo pasado, la economía del desarrollo, con enfoque en las políticas públicas capaces de acelerar el desarrollo económico de los países en desarrollo, se fijó en las entidades autónomas como una de las técnicas para llevar servicios públicos o financiación de proyectos prioritarios a sectores de la población que no habían accedido a ellos en el mercado.

Así surgieron a lo largo de Latinoamérica docenas de entidades estatales o paraestatales encargadas de propósitos tan diversos como financiar la compra de parcelas agrícolas, de financiar la vivienda popular, de electrificación, de telecomunicaciones, de capacitación técnica, de investigación científica, de financiación de pequeños agricultores, de seguro estatal de hipotecas, etcétera. Guatemala, no fue la excepción.

A finales de la década de los ochenta, tras el llamado “Consenso de Washington”, dio inicio un proceso inverso. Los expertos del llamado “Neoliberalismo” propugnaban por la apertura de mercados, la privatización de las empresas estatales, el traslado de hospitales y fondos de pensiones al sector privado, la regulación de las telecomunicaciones y de la distribución de energía eléctrica sobre la base de tarifas orientadas a costes de un operador eficiente aprobadas por un regulador independiente y estrictamente técnico.

Paralelamente, se fue desarrollando el derecho de protección a la libre competencia y, no sólo en la Unión Europea, sino también en países como Perú, las autoridades del sector (allí, el “INDECOPI”) tuvieron que enfrentar los costes políticos de tener que remover subvenciones a los “campeones nacionales”, de abrir el sector público (antes cliente exclusivo de esas entidades estatales) a la competencia y de prohibir o limitar cualquier ventaja competitiva derivada de prácticas anticompetitivas del pasado.

En algunos países se recurrió a convertir las empresas estatales en sociedades mercantiles cotizadas en bolsa y el Estado se fue desprendiendo paulatinamente del control de esas empresas. En otros, simplemente se cerraron porque arrastraban un lastre muy pesado. Tenían más empleados de lo necesario y muchas veces pagados a salarios por encima de mercado, su tecnología era obsoleta y seguían modelos de administración propios del derecho administrativo, es decir, totalmente inadecuados para competir contra empresas privadas.

Considero de suyo importante que esa “periferia de la libre competencia” sea cuidadosamente regulada en la futura ley de la materia, para que se tomen las medidas adecuadas, sobre todo, de apertura de los mercados, de tal manera que, en igualdad de términos y condiciones, los particulares puedan ofrecer los servicios u organizar las actividades consiguientes. Debe preverse, entre otras cosas, la promulgación de regulaciones para la creación y gestión de puertos y aeropuertos privados, de ferris, de puentes, túneles, carreteras y autopistas privadas, de ferrocarriles que a cambio de un “peaje” puedan circular en competencia abierta sobre las redes ferrocarrileras del país, de manejo privado de desechos sólidos, etcétera.

Nada de lo expuesto es cosa fácil. Habrá oposiciones sectoriales, oportunismo político, intereses especiales que van a aferrarse a sus esferas de privilegio hoy en día “legales” y, además, el debate no va a ser siempre transparente. Habrá argumentos que presenten la apertura de los mercados en esta “periferia” como otra privatización contraria a los intereses del pueblo, olvidando mencionar que, en mercados abiertos, ningún consumidor está obligado a adquirir los bienes o servicios de cualquier proveedor y que la clave está en que haya información transparente disponible.

 

Eduardo Mayora Alvarado.

Ciudad de Guatemala, 24 de abril de 2024.

Publicado enArtículos de PrensaEstadoJurídicos

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