Según mi percepción de las cosas, desde hace cierto tiempo, quizás unos treinta años a esta parte, ha habido un notable aumento de las conductas consideradas como delito. No tanto en términos de los nuevos delitos incorporados al Código Penal o creados por otras leyes (que también han aumentado), como en términos de la connotación que se da a ciertas conductas. Esto, me parece, es un error y contrario a principios e ideales políticos y jurídicos que han costado “sangre, sudor y hierro” a muchos de quienes nos han precedido.
Este no es el lugar para un recorrido histórico de la evolución del derecho penal, pero sí cabe apuntar que, al paso que los derechos fundamentales fueron solidificándose y su protección haciéndose más efectiva, el ámbito de las conductas tipificadas como delito se fue restringiendo.
Dicho de otra forma, según se ha ido desarrollando la civilización humana, las condiciones para que una conducta pueda ser objeto de una sanción penal se han hecho más exigentes.
Para empezar, una conducta delictiva debe “tipificarse”, es decir, la ley penal debe describir con precisión todos y cada uno de los elementos de la conducta constitutiva de delito. No haya lugar para ambigüedades. Además, por regla general, una infracción de esta índole requiere de deliberada intencionalidad. No basta la imprudencia o la negligencia para incurrir en la comisión de un delito.
Este último aspecto es muy importante. Visto en conjunto con el principio de presunción de inocencia, tiene implicaciones muy importantes. Concretamente, para someter a cualquier persona a una investigación penal, no basta que haya una denuncia, ciertos indicios o sospechas. Es indispensable que de las circunstancias aparezca la comisión de un delito, es decir, que una persona ha actuado con la deliberada intención de realizar la conducta específica y precisamente prevista en la ley penal.
En lugar de eso, a lo largo de estas dos o tres últimas décadas, diera la impresión de que las cosas son al revés. Es decir, si se ha causado algún daño patrimonial, si se ha producido alguna inexactitud en un documento o si se ha omitido algún requisito administrativo, para no mencionar sino algunas cosas, acto seguido se anuncian investigaciones por parte del Ministerio Público o denuncias de personas o de organizaciones que, realmente, casi nada saben de los hechos concretos.
Al proceder de ese modo, es decir, partiendo del supuesto que las personas cuestionadas han infringido deliberadamente la ley penal, se producen varias circunstancias problemáticas. En primer lugar, una alta probabilidad de cometer ilegalidades e injusticias; en segundo lugar, que las investigaciones se estrellen contra un muro, por ser incapaces de vencer la presunción de inocencia; y por último, como ocurre con extremada frecuencia en Guatemala, privando de su libertad y de su honra a personas que puede que hayan actuado negligente o imprudentemente, es decir, con culpa, pero no dolosamente.
Nada de esto significa que las conductas negligentes o imprudentes deban quedar sin consecuencia alguna. Por supuesto que no. Pero sus consecuencias no tienen por qué ser una sanción penal. El ordenamiento jurídico prevé sanciones administrativas para quienes infringen las reglas de sus funciones públicas o para los obligados bajo obligaciones de ese tipo y responsabilidades civiles para quienes han causado daños o provocado pérdidas, sea en el ámbito de sus actividades privadas o en el ejercicio de sus funciones públicas.
Eduardo Mayora Alvarado
Ciudad de Guatemala, 22 de mayo de 2024.
Sé el primero en comentar