Desde por lo menos 2022 se comentaba por la prensa y las redes sociales que, en un año, en abril de 2023, terminaría la concesión bajo la cual MARHNOS operaba la Autopista Palín-Escuintla. El asunto llegó al Ejecutivo, al Congreso, a ANADIE y, como ocurre, desafortunadamente con tanta frecuencia, comenzaron varios regateos entre políticos, contratistas, sindicalistas, empresarios y quién sabe cuántos otros grupos de interés.
El resultado, desgraciadamente, era de esperarse. Concluyó la concesión, empezaron los formalismos administrativos propios de la recepción de las obras públicas y una de las principales arterias del sistema logístico nacional pasó a manos de unas administraciones públicas, simple y sencillamente, incompetentes. El bien común no importó un comino. El tema para la gran mayoría de actores de esta tragicomedia estaba claro: ¿cuánto me vas a dar a cambio de mis votos, de mi apoyo, de quitarme de en medio? La negociación no se dio y, así, día a día, desde hace poco menos de un año y medio, se sabía que, tarde o temprano, la autopista iba a arruinarse. Podía ser poco a poco, como ocurrió por razones parecidas con la autopista que conduce de Escuintla a Puerto Quetzal, o de golpe, como ocurrió con la CA-9 a la altura de Villa Nueva.
¿Qué ha fallado? ¿Es que no hay ingenieros capaces de dar mantenimiento adecuado a estas infraestructuras? No. Lo que ha fallado son las instituciones. No existe la transparencia, no hay manera de que los responsables rindan cuentas ante la justicia y nadie pierde siquiera el cargo que ocupa por los miles de millones de quetzales de pérdidas que se trasladan, en parte al menos, a los precios de casi todas las mercancías, bienes de consumo y servicios que, resignadamente, se tiene que tragar la población.
Aparte de la indolencia en relación con el dragado de la dársena de Puerto Quetzal, durante años, con base en dictámenes legales internos y externos, la Empresa Portuaria Quetzal (EPQ) fue otorgando usufructos a diestra y siniestra y nadie dijo nada. Un buen día el turno tocó al operador inicial de la nueva terminal de contenedores. La operación se lanzó con base en un contrato de usufructo y otro de administración aprobados por todas las instancias supuestamente competentes para ello, respaldadas por opiniones legales de sus propios abogados y de los abogados de otras instituciones del Estado. En cuanto la nueva terminal comenzó a operar, exportadores, importadores, navieras, etcétera, percibieron la mejoría.
Pero, años después, un buen día, estando la terminal ya en manos de otra empresa de prestigio mundial, el propio Estado, por conducto de la Procuraduría General de la Nación, accionó ante los tribunales de justicia reclamando que todo eso era nulo. Sí, totalmente nulo. El proceso legal tardó años, como de costumbre, pero lo que pone de relieve la grave disfunción de las instituciones administrativas y legales del país, es que fuera imposible enfrentar el problema de fondo, llegar a una transacción y reconducir la operación de la terminal de contenedores por los cauces de la legalidad.
Uno pudiera entender que la nulidad de los contratos se dejara a su suerte si la cuestión no tuviera relieves de interés público y de bien común, valores fundamentales del Estado según la Constitución, pero, sabiendo las sucesivas administraciones de EPQ y de no menos tres gobiernos que Puerto Quetzal estaba al borde del precipicio ¿cómo es posible que nadie intentara transigir el proceso judicial de anulación de los contratos y reconducir el asunto por los cauces de la legalidad? Para mí, la respuesta está en la disfunción de las asesorías jurídicas del Estado y de los órganos encargados de la aplicación de las leyes, tanto en sede judicial como administrativa.
Eduardo Mayora Alvarado
Ciudad de Guatemala, 15 de junio de 2024.
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