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La democracia como el arte de transigir.

 

Todo eso implica, necesariamente, que Gobierno y oposición estén dispuestos a ponerse de acuerdo en los medios para alcanzar esos fines constitucionalmente definidos. Si se analiza, por ejemplo, la reciente declaración de Estado de Calamidad, la oposición en el Congreso no puede, razonablemente, aceptarla o rechazarla y punto. La oposición debe estar dispuesta a proponer opciones y el Gobierno a considerarlas. Es casi absurdo que uno de los Poderes del Estado, legitimado por el sufragio universal, directo y mayoritario de los ciudadanos entienda que se presentan las circunstancias propias de un Estado de Calamidad y que otro de los Poderes del Estado entienda que no pasa nada. Algunas condiciones, ciertos términos y límites deben poder resolver las preocupaciones de la oposición sin bloquear los objetivos del Gobierno, todo ello, para el bien común.

Durante el primer tercio de la llamada “era democrática” cuatro partidos políticos dominaron la escena. Los cuatro representaron ideologías bastante definidas y los cuatro contaron con líderes capaces de expresar sus principales elementos. De los cuatro, tres hicieron gobierno y con mayoría parlamentaria. Quién sabe si, de no haber sido asesinado, Jorge Carpio también hubiera llegado a ganar una elección general.

Creo que la circunstancia de que la Democracia Cristiana Guatemalteca de Vinicio Cerezo Arévalo, el Partido de Avanzada Nacional de Álvaro Arzú Irigoyen y el Frente Republicano Guatemalteco de Efraín Ríos Montt y Alfonso Portillo Cabrera hayan conseguido una mayoría en el Congreso fue un factor favorable para ese “ensayo constitucional” de 1985. Por supuesto, hubo luces y sombras, pues nada es perfecto, pero, cuando la efectividad de esos gobiernos se compara con la de los últimos tres o cuatro, las diferencias son notables.

Cualquier opositor de esos gobiernos con “aplanadora”, como se ha dado en llamar a las mayorías partidarias en el Congreso, seguramente consideraría deplorables sus políticas, leyes y ejecutorias. Pero, desde una perspectiva no partidaria, en comparación con los gobiernos que han tenido que transigir desde el Presupuesto General del Estado hasta nombramientos de segunda fila, su eficacia, insisto, fue mayor. Había un rumbo y los agentes económicos y sociales tenían cierta idea de qué podía esperarse del Gobierno y quién decidía sobre cada tema.

También es verdad que esas mayorías parlamentarias se emplearon en algunos casos para destruir lo que el gobierno anterior había legado. Una vez más, en regímenes políticos inmaduros es difícil evitar revanchas, venganzas o represalias y, lamentablemente, ha habido desperdicio de recursos y energías.

Ahora bien, si la democracia fuese una suerte de “competición salvaje” en la que todo vale, dejaría de ser “el peor sistema de gobierno, excepto por todos los demás”. No me cabe duda de que las leyes y los procedimientos deben marcar límites al oportunismo, al cinismo y al chantaje políticos, pero, además, el proceso político no puede entenderse como “la ley de la selva”.

A la oposición –sobre todo si es mayoritaria—corresponde negociar y transigir. El bloqueo sistemático no puede aceptarse como una actitud válida, porque el fin principal del Estado es la realización del bien común y porque el Estado de Guatemala –que incluye a la oposición política—tiene el deber de garantizarle a los habitantes de la república la vida, la libertad, la justicia, la seguridad, la paz y el desarrollo integral de la persona. Por lo menos, así dice la Constitución.

Así, la democracia tiene que entenderse como el arte de transigir. De encontrarse a medio camino, de encontrar un justo medio, porque los desacuerdos sólo pueden existir en cuanto a los medios. Los fines han quedado definidos en la Constitución del Estado.

Eduardo Mayora Alvarado.

Ciudad de Guatemala, 29 de julio de 2024.

 

Publicado enArtículos de PrensaDemocracia

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