El filósofo de la política, Thomas Hobbes, es uno de los padres de la teoría del “Estado Moderno”. Esta noción distingue al Estado como una organización con medios y fines de las organizaciones políticas del “Antiguo Régimen” en Europa. Un régimen en el que, en un sentido muy importante, no había “ciudadanos” sino “súbditos” y el soberano era el rey (y no el pueblo).
Sobre cuáles deben ser los fines del Estado ha habido una viva discusión por unos dos siglos y medio y creo que no va a concluir el próximo domingo por la mañana. Sin embargo, pocos estudiosos de estos temas negarían que entre los fines del Estado moderno están el de garantizar a los habitantes del Estado el libre y pacífico ejercicio de sus derechos. Esto conlleva, por lo menos, unas normas fundamentales que reconozcan esos derechos y organicen ciertos poderes públicos para que tengan eficacia y vigencia, esto es, el poder de dictar las leyes, el poder de hacerlas valer y el poder de decidir a quién, en caso de una disputa, ampara la ley. Esa norma fundamental es “la Constitución”.
A cambio de que los ciudadanos gocen de la protección y garantía de sus derechos, el “contrato” estipula que ellos deben ceder una parte de su libertad y renunciar a protegerse por sí mismos y al uso de la fuerza, pues el Estado es titular exclusivo de la facultad de usar de la coacción y la violencia.
Ahora bien, Hobbes no se hacía ilusiones y, en el estado de naturaleza, imaginaba la vida del ser humano “solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta”. Tampoco se hacía ilusiones sobre el Leviatán, el Estado y, por eso, lo entendía como un mal necesario. Necesario, para evitar esa vida solitaria, pobre, etcétera.
Pasando a la Guatemala de nuestros días, tenemos dos realidades que parecen poner en tela de juicio la teoría del Estado moderno de Hobbes. Por un lado, alrededor del 70% de la población económicamente activa (PEA) vive en la economía informal y, por el otro, el Estado no garantiza las libertades y derechos de los ciudadanos. Por supuesto, hacer una afirmación tan absoluta, es problemático.
Empero, esa enorme porción de la población que vive en la economía informal casi no recibe del Estado protección alguna de sus bienes, de sus vidas o de sus derechos. En cuanto a la seguridad, la delincuencia es uno de los principales factores de la emigración masiva y las fuerzas de la PNC son incapaces de detenerla. La administración de justicia es una de las peores del mundo (según aparece en el índice del Estado de Derecho del WJP) y, a ese segmento de la población, prácticamente, no llega. Los servicios públicos, como la salud y la educación, son de bajísima calidad y su oferta es limitada y las infraestructuras públicas, actualmente, una ruina.
La cuestión se impone, entonces, si el Estado en Guatemala es un “mal necesario” o “sólo un mal”. En términos hobbesianos, una gran parte de la población ha renunciado a parte de sus libertades, al uso de la fuerza y a la defensa de sus derechos por sus propios medios, pero el Estado no ha hecho su parte.
Peor aún, muchas de las personas de carne y hueso que materializan las funciones del Estado lejos de hacer algo por garantizar las libertades y derechos de los ciudadanos, más bien los expolian. Los fuerzan a pagar impuestos, les exigen gestionar permisos y licencias para realizar actividades pacíficas y voluntarias y, todo eso ¿a cambio de qué?
Yo creo que el equipo de gobierno —o la mayor parte de sus dirigentes—quisieran cumplir con el contrato social. Pero el Estado no se agota ahí. Hace falta que todos los poderes del Estado converjan en lo básico. Pero ¿es posible esa convergencia en un país con un espectro político fraccionado y un proceso electoral en manos de “partidos-empresa”?
Yo, no lo creo. Y tampoco lo cree ese 70% de la PEA y los tres millones o más de guatemaltecos que han emigrado durante las últimas dos décadas a Estados Unidos.
¿Cuál es la salida? Perdonen que insista hasta cansar. En dlas sociedades humanas, con raras excepciones, las grandes reformas las impulsan las élites. Cuando las élites se acomodan y dejan que “los parásitos” vayan succionando los nutrientes de la sociedad y del Estado, primero se transita por una dolorosa decadencia hasta que, a menos que las élites despierten, se llega a la falencia.
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