En ciertos casos es inevitable hablar de “Estado o mercado” como opciones contrapuestas. Por ejemplo, en el contexto de si la difusión de la cultura debe dejarse en manos del Estado o del mercado, de si el transporte colectivo puede funcionar mejor en el marco del mercado que bajo un régimen estatal, etcétera. De hecho, esa fue la tónica de las polémicas que se plantearon aproximadamente desde el llamado “Consenso de Washington”, a finales de los ochenta del siglo pasado, hasta mediados de la década pasada. Durante la última década da la impresión de que el foco está, más bien, en los elementos institucionales de los que el mercado requiere para poder florecer y brindar prosperidad a las grandes mayorías.
Así, por ejemplo, es muy poco probable que, en ciertas regiones rurales de Guatemala, como en Chiquimulilla y Monterrico o en ciertas zonas de San Marcos, en donde extensiones de tierra considerables han sido ocupadas ilegalmente, a veces por la fuerza a veces gracias a la corrupción, puedan desarrollarse mercados inmobiliarios, turísticos, agropecuarios que, como cualquier otro, requieren de derechos de propiedad claramente delimitados y eficazmente protegidos. Simplemente, nadie en su sano juicio va a arriesgar recursos valiosos para invertir en terrenos de los que, de hecho, por la fuerza o gracias a fenómenos de corrupción impune pueden ser despojados.
Desde ese punto de vista, Estado y mercado no son opciones mutuamente excluyentes, sino inseparablemente interdependientes. Uno de los Premio Nobel de Economía que con más acierto ha explicado por qué esto es así es Friedrich Hayek y, sin embargo, muchos han creído que sus obras tienen por objeto argumentar a favor de la primacía del mercado sobre el Estado. Nada de eso. El meollo de su trabajo está en explicar qué tipo de interrelaciones entre las instituciones del Estado y las del mercado conducen al mayor florecimiento de la sociedad humana.
Enfocando ahora Guatemala y sus circunstancias, me da la impresión de que, desde hace unos cuarenta a cincuenta años, una buena parte de la comunidad de negocios o del sector privado, como prefiera llamársele, han sido de la idea que “todo lo que necesitan es que se les deje producir en paz”. Es decir: — “señor Estado, ¡déjeme en paz!”
Si no me equivoco, no pocos líderes del sector privado han creído que las teorías políticas y económicas del liberalismo clásico o de los libertarios sustentan o acuerpan esa visión del Estado como un “estorbo”. Esto es un error craso. No en el sentido de que ciertas acciones del Estado puedan convertirse en obstáculos para el desarrollo de ciertas actividades de negocios, sino que, ninguno de los principales exponentes de esas teorías entiende así las cosas. Por el contrario, quitando las teorías anarcocapitalistas –dignas de estudio a fondo— el consenso es prácticamente unánime entre liberales clásicos y libertarios en cuanto a que el mercado necesita de un régimen político que reconozca y garantice las libertades y derechos de las personas bajo leyes generales y de igual aplicación a todos los habitantes del Estado por jueces verdaderamente independientes.
En ese orden de ideas, una mentalidad de reducir al Estado a su mínima expresión y limitar todo lo posible los recursos económicos que se pongan a disposición del Estado, es totalmente ajena a esas doctrinas. El Estado debe contar con los recursos suficientes para que los órganos encargados de garantizar el eficaz ejercicio de las libertades y derechos de los habitantes del Estado puedan ejercer sus funciones adecuadamente. Esas leyes generales deben promulgarse por el Poder Legislativo y desarrollarse por la jurisprudencia judicial; deben cumplirse y hacerse cumplir por el Poder Ejecutivo y, en casos de controversias o disputas deben interpretarse, integrarse y aplicarse por el Poder Judicial. Sin todo eso, no hay mercado que pueda llegar a su máximo potencial.
Eduardo Mayora Alvarado
Ciudad de Guatemala, 17 de agosto de 2024.
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