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Postulaciones y elecciones. Lecciones reiteradas.

 

Desde hace décadas repito la misma cantaleta: uno de los elementos esenciales del ideal del imperio del derecho es la independencia judicial. Sin su concurrencia, hablar de Estado de derecho denota ignorancia o malas intenciones.

Es verdad que la Constitución declara independientes a los órganos judiciales, pero, al articular los medios para designarlos, contradice esa declaración. No es que yo lo afirme. Basta, estimado lector, con que lea usted cualquier diario del país o que recorra unos minutos cualquiera de las redes sociales y podrá constatar que existe un consenso casi unánime sobre la circunstancia de que, una vez más, el proceso de postulación de candidatos a magistrados de tribunales colegiados y de la Corte Suprema de Justicia, se ha politizado.

Uno puede pensar que los constituyentes de 1984 y de 1993 verdaderamente creían que la academia jurídica, es decir, los decanos de las facultades de derecho del país, y los abogados electos por los miembros del respectivo colegio, serían inmunes a las influencias de los actores políticos formales e informales. Si así lo creyeron, se equivocaron.

Es probable que, efectivamente, algunos hayan podido mantener esa condición de apolíticos, pero, como la experiencia muestra y la teoría política confirma, “una golondrina no hace verano”. Es decir, ningún sistema funcional puede fundarse en la premisa de que las personas que lo implementan son excelsas. Algunas hay, y es de celebrarlo, pero son excepcionales. Los sistemas y procesos institucionales deben fijarse en el ciudadano medio y en las circunstancias que, por lo general, lo rodean.

Un proceso de postulación fundado, entonces, en que los “super héroes” van a lograr presentar al congreso unas nóminas de juristas apolíticos, independientes, de trayectoria comprobada, etcétera, no es realista.

Además, el hecho de que esto ocurra cada cinco años y para toda la plana superior del Poder Judicial ahonda el problema. En un ensayo que leí hace varios años, de investigadores de la Universidad de California, se explicaba cómo el hecho de que los presidentes republicanos nominen candidatos conservadores para el Poder Judicial federal y los demócratas a candidatos liberales (en el sentido que se entiende esto en los EE.UU.) por regla general sólo tiene incidencia perceptible en las sentencias que dictan durante alrededor de los primeros tres años de sus funciones, que son vitalicias. Así, si el promedio de la permanencia en el cargo de los magistrados de la Suprema Corte, por ejemplo, era para aquel entonces de alrededor de catorce años, durante más de tres cuartas partes del período de sus funciones, no se detectaban sesgos políticos. Encima, esto tiene menor impacto porque sólo se nomina y confirma a un funcionario judicial cuando ocurre una vacante.

Yo no creo que nada de lo que arriba he comentado por enésima vez se ignore por las élites del país; sin embargo, hay una enorme resistencia a promover una reforma constitucional que modificara las reglas que generan los resultados que, cada cinco años, hemos venido observando. Esto se debe, creo yo, a que las posición de las élites en el marco de las circunstancias presentes no es crítico. Pueden vivir y hasta triunfar y desarrollarse tal y como están las cosas. Han encontrado mecanismos para navegar en el régimen existente y, según algunos de sus asesores, una reforma constitucional podría abrir la “caja de Pandora” y, quién sabe, dar lugar a problemas peores para ellos. Se equivocan. Sin independencia judicial, es sólo cuestión de tiempo que sus intereses sean afectados.

 

Eduardo Mayora Alvarado

Ciudad de Guatemala, 24 de septiembre de 2024.

Publicado enArtículos de PrensaPolítica

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