Es probable, estimado lector, que haya escuchado la reflexión aquella de que, si lográramos cambiar a las personas, las cosas serían diferentes. Y, efectivamente, si consiguiéramos que las personas fueran de naturaleza angelical, rectas y virtuosas, las cosas serían diferentes. Sin embargo, recordando lo dicho por el célebre James Madison, considerado el padre de la Constitución de los Estados Unidos, no es para ese tipo de personas que se dictan las normas de la Constitución y las leyes.
Las reglas del derecho público deben considerar que las funciones públicas estarán en manos de personas comunes y corrientes, que responden a incentivos, intereses y preferencias propias. Las cosas que les interesan están muy claras y el interés general es algo vago, ambiguo; además, el hecho de que una de ellas se sacrifique no asegura, de ninguna manera, que las otras harán sacrificios similares.
Volviendo, entonces, a las reglas, las de nuestra Constitución en materia de justicia, son inconvenientes. El Poder Judicial es “poder” y forma parte del fenómeno político del Estado. Pero sus funcionarios deben responder a unas características bien conocidas, que, a diferencia de los funcionarios de otros poderes del Estado, exigen “independencia”. Es decir, que los jueces y magistrados no pertenezcan a un partido político ni formen parte de sus alianzas o redes de influencia. Eso no significa que un funcionario judicial carezca de ideología, de preferencias políticas o cosas parecidas. Simplemente, que la independencia que debe caracterizar sus funciones, para que pueda administrar justicia imparcialmente, queda en juego de estar alineado o bajo la influencia, abierta o veladamente, de un partido político o un grupo de interés.
El régimen, por cierto muy peculiar de la Constitución de Guatemala establece, primero, un plazo excesivamente corto para el ejercicio de las funciones judiciales. Apenas cinco años. Así, al final del cuarto año de funciones (o antes), quienes tengan interés en continuar en la magistratura –la mayor parte—comienzan a afanarse por entablar los contactos y relaciones que puedan conducir a una nueva postulación y posterior elección exitosas. Pero la consecución de esos contactos y relaciones nunca es gratuita. Se adquieren compromisos, es decir, se pierde independencia.
Otro problema grave de las reglas vigentes es que toda la plana mayor del Poder Judicial deba renovarse cada cinco años. Imagine usted, estimado lector, que durante el transcurso de cada año ocurrieran, en promedio, quince o veinte vacancias de magistraturas. En una situación como esa, los partidos y grupos de interés seguirían intentando ganar poder e influencias, pero mucho menos, y de lograrlo, las consecuencias no serían sistémicas.
No menos inconveniente es que la Corte Suprema de Justicia administre las finanzas, operación funcional y régimen de servicio civil del Poder Judicial. ¿Para qué se requiere en el sistema republicano de magistrados con experiencia, competencias y honorabilidad comprobadas? ¿Para comprar ordenadores, automóviles y papel toilette? ¡No! Se les necesita para administrar justicia con independencia e imparcialidad.
Por consiguiente, independientemente de las personas, de los protagonistas de los procesos de postulación y elección de magistrados, las reglas constitucionales vigentes deben reformarse y corresponde a las élites del país promover esas reformas y llevarlas a buen puerto. Si queremos lograr un Poder Judicial bien articulado e independiente de la política partidista y de los grupos de interés es indispensable cambiar las reglas.
Eduardo Mayora Alvarado
Ciudad de Guatemala 15 de octubre de 2024.
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