Terminaba mi artículo anterior con la cuestión de si, en vista de que ciertos elementos básicos para que se dé la libre competencia de manera razonable –aunque no perfecta—en los diversos mercados, no se dan en Guatemala, por consiguiente, la recién aprobada Ley de Competencia sería el remedio necesario. Y la respuesta es –como gusta decir a los abogados—“depende”.
Suponga usted, por ejemplo, que un fabricante importante de calzado popular distribuido y vendido por todo el territorio nacional exige de las zapaterías que adquieren sus productos que no vendan productos competitivos. Es decir, ningún otro zapato de otra marca que compita con las suyas. A cambio de eso, este fabricante asume compromisos tales como mantener ciertas existencias mínimas disponibles para atender los pedidos extraordinarios de las zapaterías que firmen un contrato “en exclusividad” con él. Además, ofrece descuentos por volumen, apoyo financiero para marketing y la garantía de que, en caso de cualquier reclamo por el menor defecto que pudiera encontrar un cliente en sus productos, los cambiará sin más averiguaciones.
En el sistema de la ley comentada esta situación puede o no ser una conducta infractora. Eso “depende” de varias circunstancias, a saber: si las limitaciones impuestas operan en contra de la eficiencia del mercado relevante (el del calzado popular, en este ejemplo), si afectan a los consumidores y, negativamente, la competencia. A primera vista, todas esas condiciones se dan en este sencillo ejemplo, empero, en toda plaza de tamaño medio o grande suele haber muchas zapaterías y, así, el consumidor sigue teniendo opciones. El fabricante y las zapaterías que adquieren sus productos pueden esgrimir, además, que las condiciones del contrato mejoran la eficiencia al dar mayor certeza sobre los volúmenes que pueden llevarse al mercado y, además, que los precios al consumidor mejoran debido a los descuentos que ese mayor volumen permite conceder.
Naturalmente, esto no puede quedar en dimes y diretes, sino que tiene que pasar por un procedimiento legal que, entre otras cosas, requiere de la producción de pruebas. Y, por supuesto, en cuanto uno menciona este tipo de cosas, a todo el mundo se le eriza la piel. Todo procedimiento legal conlleva, inevitablemente, gastos y desgaste. Además, no es fácil medir qué cosas benefician o perjudican a los consumidores. Algunos habrá que valoran muy poco poder cambiar los productos de consumo que hayan adquirido, para otros, esto puede ser una señal inequívoca de que el fabricante, el distribuidor y el minorista, son empresas serias. A una pequeña zapatería puede no interesarle ofrecer más que una marca de zapatos de cierto tipo; sin embargo, las de mayor tamaño sí que se interesan por tener eso que los comerciantes llaman “un amplio surtido” de productos. ¿Se afecta a los consumidores o la competencia? Realmente, es muy difícil medirlo.
Ahora, suponga usted que el principal competidor de este fabricante de zapatos lo llama y le dice: –La competencia de productos importados del Asia es demasiado fuerte para nosotros; fusionémonos para sumar fuerzas. Si el resultado de esa fusión supusiera la creación de una nueva empresa con más de un tercio del mercado, ¿confiere esa porción del mercado una posición de dominio? ¿Se daña la competencia en el mercado de zapatos populares cuando un
fabricante llega a contar con dicha porción de mercado? Una vez más, ¿hasta qué punto puede determinarse eso con razonable certeza?
Por último, cada decisión que en su día tome la Superintendencia de Competencia puede ser impugnada ante el Tribunal de lo Contencioso Administrativo y yo me pregunto: dada la situación actual del Poder Judicial, ¿qué expectativas pueden formarse los agentes económicos?
Eduardo Mayora Alvarado
Ciudad de Guatemala, 18 de diciembre de 2024.
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